Para Lucas,
porque siempre busca el arco.
La noticia (la mala noticia) es reciente: el arquero de la selección alemana de fútbol –Robert Enke– eligió abandonar este mundo, suicidándose. Para decirlo en términos de Jean Améry, en su ensayo sobre La muerte voluntaria, levantar la mano sobre sí mismo. Estas líneas no buscarán comprender la decisión de Enke, ya que nadie puede explicar las causas por las que una persona se suicida, no intentarán ahondar en la condition suicidaire, sino en la condición del arquero, del puesto más amargo, más solitario, más extremo del más maravilloso deporte que el hombre ha inventado sobre este mundo, el fútbol. No debiera asombrarnos que un arquero se suicide. A veces nos asombra que no lo haga. Muchas veces se le grita desde la tribuna “Suicidate”. Y otras veces se lo glorifica. Se mueve entre los extremos. Aunque también conoce la indiferencia. Que se juegue un partido sin que nadie se fije en él. El arquero suele lucirse cuando a su equipo le va mal. Ahí puede sacar veinte pelotas y atajar tres penales. Y aunque la tenga que ir a buscar adentro tres veces nadie se lo reprochará: salvó al equipo de la goleada. Es muy frecuente que “el mejor jugador de la cancha” sea el arquero del equipo derrotado.
Siempre sale deslucido en “el resumen de los goles de la jornada”. Se repiten los goles, no las grandes atajadas. Salvo que se ataje un penal. Pero el arquero ataja un penal de tanto en tanto. Lo frecuente es que lo veamos en “la repetición de los goles”. Que lo veamos en el momento de su derrota. Que lo veamos cuando se la meten. Expresión que suena soez, pero es parte del lenguaje futbolero. Cierta vez, al arquero Islas le preguntaron qué era lo que más le dolía de su puesto. Contestó: “Cuando te la meten”. Simetrías aparte, es cierto: el momento más amargo del arquero es cuando la tiene que ir a buscar al fondo de la red. Porque detrás del arquero no hay nadie. Sólo está la red. El lugar de la derrota. Un error suyo no tiene arreglo. Es gol. Aquí está uno de sus grandes focos de angustia: el arquero no se puede equivocar. Nunca, ni una sola vez. Se equivoca y –casi siempre– es gol. Muchas veces se defiende (muchas veces o casi siempre) mandando “en cana” a alguien. Raramente se verá a un arquero al que le hagan un gol y no le grite furioso a alguno de sus defensores. Es para que lo veamos: fue por ese defensor torpe que el gol fue posible. No por él. Pero pocos le creen. Los goles de los contrarios se le hacen al equipo y al arquero. Si un equipo pierde seis a cero se dice que perdió seis a cero. Pero también se dice que su arquero la fue a buscar adentro seis veces.
Sin embargo, es un puesto excepcional. El arquero es el único jugador que viste distinto a todos los demás. Es el que suele recibir la recepción cálida de los suyos cuando va hacia su puesto. Aunque los suyos están del otro lado. Los que el arquero tiene atrás son los hinchas del equipo contrario. Que se ponen ahí para ver los goles de su equipo. Nadie se pone detrás de los tres palos del arquero para verlo atajar. Lo que importa son los goles. Pero el hincha –cuando le agarra cariño– puede llegar a idolatrarlo. Se sabe: toda la hinchada de River –durante años– llenó de estrépito la cancha con el grito de: “A-ma-deo. A-ma-deo”. Era por Amadeo Carrizo. En 1969, la cancha de Racing solía reventar gritando: “A-gus-tín. A-gus-tín”. Por Agustín Mario Cejas. Y el “Dale, Loco” para Gatti. Y los cantitos para el “Pato” Fillol. O para el “Gato” Andrada. El paraguayo Chilavert llegó a ser ídolo. Pero nunca me gustó. Había en él algo que se creía su mayor virtud y era un grave defecto. Chilavert sabía pegarle muy bien a la pelota. No son muchos los arqueros que tienen esa virtud. Chilavert tiraba los tiros libres de su equipo. Y muchas veces convertía. Incluso a un arquero de River (Burgos, que atajaba, cuando atajaba, mascando chicle) le tiró una pelota débil, que picó antes y Burgos estaba tan nervioso que –al dejarla picar– se le fue por arriba. El arquero no tiene que dejar picar una pelota. Debe evitarlo. Resultado: Chilavert quedó como un héroe y Burgos humillado. Hay –sobre esta cuestión– una anécdota de Adolfo Pedernera. Un arquero –en un partido importante– le pide patear un penal. “No –le dice, muy seguro, Pedernera–. Porque si usted lo yerra me van a crucificar a mí por dejárselo patear. Y si convierte, usted habrá humillado a un compañero.” En el fútbol hay grandeza. Hay ética. Es famosa la frase de Albert Camus: “Todo lo que aprendí sobre moral lo aprendí jugando al fútbol”. Cierta vez, Roberto Perfumo se adelanta sobre el área rival y patea. El arquerito vuela pero da rebote. Perfumo arremete y la manda a la red. El arquerito se queda en cuclillas, con la cabeza baja. Todos los del equipo van a abrazar a Perfumo, a festejar, desbordados. Perfumo les dice que lo dejen tranquilo, que festejen ellos. Se acerca al arquerito. Se pone en cuclillas a su lado y le empieza a hablar. Y hasta le pasa la mano por la cabeza. Le ofrece el consuelo de un compañero. Del que le hizo el gol. Del que le habrá dicho: “No te calentés. Estos goles se los hacen a todos. La semana que viene sacás veinte pelotas y sos el ídolo de la cancha”. Hay que ser Perfumo para hacer algo así.
El arquero debe ser un jugador de toda el área. Debe tener condiciones para ser un buen back central. Pelota en el área chica es pelota del arquero. No hay excusa. A nadie le pueden cabecear de un metro. Ni aunque esté tapado. No puede estar tapado. Si ve que la pelota viene sobre el área chica grita: “¡Mía!” y la sale a buscar. El arquero no debe jugar en la raya. Debe estar siempre en el achique. Si a mí me preguntaran qué es un arquero, diría: “Alguien que tiene que achicar el arco”. La misión del arquero no es volar de palo a palo. Al contrario, es estar donde va la pelota. A esto se le llama “ubicación”. El “achique” tiene sus riesgos. Una vez –antes que jugaran juntos en Santos durante cinco años– Pelé le hizo un gol a Cejas por elevación. Cejas esperaba que Pelé –dado que era Pelé– eludiera al compañero que lo marcaba y se le viniera al mano a mano. Se había adelantado esperando esa resolución de la jugada. No bien Pelé resolviera él estaría sobre la pelota. Porque el arquero tiene que anticipar al delantero, no como los mediocres de hoy que esperan que el delantero resuelva primero. Cuando el delantero resolvió la pelota está adentro. Cejas era un genial tapador de pelotas. Jugada que hacía como hay que hacerla: el cuerpo detrás de las manos. Siempre, siempre así. Hoy los arqueros tapan con los pies. Arrugan. Vacilan. Se mueven de un lado para otro. No. Sin vacilar, como un ventarrón, el arquero tiene que anticipar al delantero que llega al área con pelota dominada. El tiene que ir a buscarlo. Se le “tira a los pies” –con el cuerpo, no con las piernas– sin miedo, sin pensar que el otro le puede reventar la jeta de una patada, nada de eso. Vuela hacia la pelota. Las manos adelante, para tapar el balazo, y el cuerpo detras de las manos como definitiva muralla. ¿Qué pasa hoy? ¿Ya se olvidaron de esto? Los arqueros ya no saben tapar. ¿No quedan films de Fillol, de Cejas para que aprendan? Estábamos con Pelé. El brasileño piensa eludir al defensor y encarar a Cejas. Pero piensa: “Apenas lo eludo a éste, lo tengo a Agustín encima, para eso se adelantó”. Resuelve de modo sensacional. No elude al defensor. Tira al arco. De “emboquillada”. Cejas, que no esperaba esto, se descubre adelantado. Vuela hacia atrás con todo pero no llega. Un gol sensacional. Sólo Pele podía hacerlo. Pelé –quién no lo sabe– era un genio. Y en el Mundial del ’70 (para el que Argentina no se clasificó) permitió la que es considerada por los especialistas “la más grande atajada de la historia”. Jugaban Brasil e Inglaterra. El arquero inglés era el mítico Banks. Que jugaba en la raya. Era lo que se llama un arquero-atajador. Los reflejos de Banks eran tan sensacionales que se quedaba en la raya y las sacaba todas. Viene un centro sobre el área. Pelé salta, se arquea hacia atrás (todavía recuerdo su movimiento felino, su gracia de gran bailarín) y le pega a la pelota hacia abajo, a la esquina derecha de Banks. El verdadero cabeceador lo hace siempre hacia abajo y a la esquina. Incluso debe calcular que la pelota pique antes de que el arquero pueda agarrarla. El cabezazo de Zidane, por ejemplo, en el Mundial que ganó Italia, fue fácil para el notable arquero italiano. Fue alto y al centro. El tano saltó como un resorte implacable y la manoteó al corner. Esa pelota, Zidane debió meterla en algún ángulo. No siempre se puede. Pelé, contra Banks, pudo. Era inatajable. Abajo, a la esquina, violenta. Una pelota imposible. Para colmo, Banks en el medio del arco, en la raya. Se produjo lo increíble. El inglés voló hacia su derecha y la sacó al corner. No creo, sin embargo, que haya sido la mejor atajada de la historia. Porque fue el perfecto resultado de las limitaciones estilísticas del arquero inglés. Un arquero que no jugara atornillado a la raya no hubiera necesitado volar tanto. Hay dos clases de arqueros: 1) Los que vuelan; 2) Los que achican el arco. Con dar dos pasos adelante Banks le habría achicado el arco a Pele y habría tenido que volar menos. Sucede que cada arquero se conoce y sabe con lo que cuenta. Si se tienen los reflejos de Banks se puede jugar como Banks. Pero –aun teniéndolos– lo aconsejable es siempre achicar el arco. Después del gol que le hizo a Cejas, Pelé comentó: “Decidí tirarla por arriba porque él es un gran arquero y siempre está en el achique”.
El arquero-atajador lo apuesta todo a sus reflejos. Y puede ser un grande. Roma, el arquero de Boca a quienes los hinchas de River llamaban “la vaca voladora”, no tenía ubicación. Pero podía llegar a pelotas imposibles. Los hinchas de River lo comparaban con Amadeo y por eso lo injuriaban, pero el Tano Roma dominaba su oficio y hasta dominaba a su equipo. Otro gran atajador fue el Gato Andrada. Fontanarrosa solía escribirme (hace muchos años): “Para mí, es un grande. Pero siempre es el mismo. No cambia ni va a cambiar. ¡Siempre comete los mismos errores y los mismos aciertos! El gol número mil de Pelé se lo hizo a Andrada. Fue un poco sucia la cosa. Porque Pelé demoraba en hacer ese gol y el árbitro pareció inventarle un penal para resolverle la cuestión. Andrada discutió con bronca, con certeza de la injusticia. Pelé tenía que hacerlo en ese partido y –sobre todo– a un arquero argentino, que eran los más grandes en la década del ’60 hasta llegar a Fillol, que fue el último. (Fue la generación que se formó viéndolo jugar a Amadeo Carrizo. Gatti y Cejas confesaron que se iban detrás del arco de Carrizo a verlo atajar y así aprendieron lo mejor.) Andrada estaba indignado. Pelé acomoda la pelota en el punto del penal. Andrada se le acerca y le dice: “No te alegrés mucho porque te lo voy a sacar”. Casi se lo saca. ¡Qué bien voló el Gato hacia su palo izquierdo! Hasta creo que la tocó. Pelé fue a abrazarlo.
En el corner, el arquero tiene que cubrir el segundo palo. Un compañero en el primero. Pueden ocurrir, por lo menos, tres cosas. Que la pelota venga muy cerrada. Aquí, manotazo y al corner. Que la pelota caiga sobre el medio del área. Si el arquero decide salir tiene que gritar que es suya y agarrarla. La tiene que agarrar. No hay tu tía. Si la pierde es gol. Si hay demasiados jugadores peleando esa pelota tiene que rechazar con los puños. Pero bien. O sea, con los dos puños. No con uno. Y la tiene que mandar lejos, de modo que pueda tener tiempo para volver al arco y encontrar su ubicación. En el penal. Bueno, esto merece un párrafo aparte.
No se es un buen arquero por atajar penales. Goicochea atajaba bien los penales pero tenía muy poca idea de todo lo demás. Gatti decía que, en el penal, el arquero no tenía que preocuparse. Que si la agarraba, bien. Y si no, también. No tenía obligación de agarrarla. Y concluía: “Hay que elegir una punta y tirarse. Si uno tiene suerte, ataja”. Poletti pegaba saltitos para poner nervioso al pateador. Después... jamás se tiró para ninguna parte. La jugada del penal es acaso la más rica para el análisis. Dos partes asumen la representación de la totalidad. Un semiólogo, con razón, diría: “El penal es una orgía metonímica”. Sí, tanto el pateador como el arquero son la parte que representa al todo. Son elementos metonímicos. Un elemento metonímico es, como elemento de una estructura, ese que, en cierto momento, expresa al Todo. El arquero –en el penal– es todo el equipo. El pateador también. No estoy de acuerdo con la frase de Peter Hanke. Esa que habla de la angustia del arquero ante el tiro penal. Mayor es la angustia del pateador. Si el arquero ataja, todos dicen que el delantero “malogró” el penal. Otra terrible injusticia. Raramente se dice que un arquero atajó magistralmente un penal. Se dice que el delantero “no convirtió”. Son las tristezas del puesto.
El arquero tiene que desprenderse rápido de la pelota (Gatti lo hacía muy bien). Muchas veces puede propiciar el contraataque de su equipo. Patearla al medio no es fácil. Agustín Irusta, un arquero de San Lorenzo, era un genio para entregarla. Le pegaba con la cara derecha del botín, a media altura y siempre a los pies de un compañero. Pero tenía problemas emocionales. Buticce le dio más alegría a San Lorenzo. Arquero de la raya, atajador formidable, manos como tenazas. Pero hay una encrucijada terrible del puesto que no podemos obviar: el drama del primer palo o el centro atrás. Casi siempre, en un partido, un delantero desborda –digamos– por la derecha y enfila hacia el arquero. ¿Qué hace el arquero? Muchos optan por atrapar el “centro atrás” que enviará el delantero al llegar a la raya. Entonces se abren y dejan semidescubierto el primer palo. El delantero no llega a la raya, no tira el centro atrás, y la mete en el primer palo. Es una injuria para el arquero. A veces llega a la raya, tira el centro atrás y el arquero intercepta o no, pero no queda tan deslucido. En cambio, gol en el primer palo porque el arquero “se comió” el amague del centro atrás es oprobioso. También se da la contraria. El arquero no “se come” nada. No descubre su primer palo. El delantero patea. Y no, no señores. El guardavallas está ahí. Y retiene la pelota o la manda al corner. El delantero es el que sufre la frustración. El fútbol es así. O gana uno o gana otro. Los dos, raro.
Pero –con frecuencia– son las amarguras del puesto las que se imponen. Incluso está esa frase del lenguaje popular: “El día del arquero”.
–¿Cuándo me vas a pagar esa guita que me debés?
–El día del arquero.
“El día del arquero” significa “nunca”. Nunca es ni será el día del arquero. Oliver Kahn –el gran arquero de la selección alemana– atajó todas las pelotas de ese Mundial que ganó Inglaterra. Todas, absolutamente todas. Sólo una se le fue de las manos. Una pelota sencilla. Tal vez la más sencilla de todas las que le llegaron. Venía húmeda, viboreando, “con efecto”. Oliver la quiso embolsar y se le escabulló. Había un inglés y la metió adentro. Perdió Alemania. Terminó el partido y se lo pudo ver al gran arquero (que fue elegido, de todos modos, el mejor jugador de ese Mundial) recostado contra un poste, la cabeza hundida entre los brazos que sostenía sobre sus rodillas. Si no se suicidó esa noche, no se suicida más. Robert Enke acaso se suicidó por un terror que no confesó a nadie: que alguna vez le pasara lo que le pasó a Oliver Kahn. En el estadio de Hannover lo despidieron 40.000 hinchas. Con tanto amor como si hubiera atajado seis penales en un solo partido.